Nº 6/ Primavera (marzo) de 2004 | HARTZ |
EL ONCE DE MARZO Y LA POESÍA | ||
JOSÉ CEREIJO | ||
La atrocidad ocurrida en Madrid
el 11 de marzo ha hecho reaccionar a mucha gente. También la
poesía, los poetas, se han sentido de algún modo implicados,
alcanzados por unos hechos que han removido una poderosa corriente de
emociones para las que la expresión lírica podría parecer un
cauce natural. A la hora de escribir esto, en efecto, tengo noticia de varias
iniciativas en este sentido. Ahora bien, ¿hasta qué punto la
poesía, tal como hoy se la entiende, es un medio apropiado para
enfrentarse a unos hechos así?
La pregunta no es ociosa. Nos enfrentamos aquí a una
emoción colectiva, surgida además como respuesta a un suceso
de tal calibre que cualquier acercamiento estrictamente individual corre el
riesgo de resultar, como poco, irrelevante, pero fácilmente incluso
indelicado y torpe. Esa emoción y sus consecuencias nos conciernen a
todos, y una consideración demasiado individualista fácilmente
degeneraría en una apropiación que no parece tolerable.
Nuestro pequeño dolor no puede, sin una grave ilegitimidad de base,
ponerse por delante del cúmulo de sufrimiento y horror de tantos.
Pero la poesía de la modernidad, consecuente con su matriz
romántica, lleva en su misma naturaleza la inclinación a ser un producto
fuertemente personal. La impersonalidad de la voz que requeriría la
expresión de una emoción como ésta, parece ir en contra de su propia
raíz. Y, aunque no falten en un pasado aún cercano excepciones
muy notables (piénsese, por poner un solo caso, en algunos ejemplos bien
conocidos de nuestra guerra civil), el hecho es que incluso de ese pasado
estamos, por lo general, tan lejos ya, que la emoción colectiva se nos
vuelve fácilmente sospechosa de trivialidad, de pedir de nosotros la
entrega complaciente y sin discernimiento a una corriente que, por más que
pueda ser legítima en sí misma, parecería apelar
principalmente a lo que en nosotros es más primario y menos decantado. Y
elaboración y decantación son, acaso,
consustanciales a toda poesía que de veras pueda
merecer ese nombre.
Parece, pues, inevitable que la relación del poeta consciente de su tarea
con una ocasión como la presente se resienta al menos de una cierta
incomodidad. No es, exactamente, su terreno. Y, con todo, la solicitud
está ahí, y tampoco a ella, sin duda, se la puede calificar de ilegítima.
De modo que, a no ser que uno renuncie porque la magnitud de lo ocurrido
simplemente le desborda (probable ejercicio de lucidez que no cabe suponer
muy frecuente), habrá que hacerle frente del mejor modo que uno sepa.
No tengo, honestamente, ningún consejo que dar; pero, dada la gravedad
de lo que nos ocupa y la necesidad a que me refería de rebajar en lo posible
lo personal del tono, una cosa es segura: que nunca se será ni demasiado
humilde, ni lo bastante desconfiado acerca de los propios medios,
a la hora de afrontar la expresión poética de un tema como
éste.
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